domingo, 9 de diciembre de 2012

Tráfico.

Estoy a más de una semana de poder ver mi habitación sin gruesos libros de texto esparcidos por ella, ni hojas contaminadas de colores fosforescentes empañando mis supuestas horas de dormir. Y desde el domingo ya me cansa todo ese cansancio aún por acumular.
Diciembre me ha regalado un puente magnífico, sin ganas de tirarme después por él. Y he apartado los libros y las hojas y le he quitado el polvo al chaquetón de pelo y al amor propio.  He compartido algún rato con amigas y he comprendido que a veces no sincronizamos bien los relojes y nos hemos encontrado a la vez en tiempos diferentes. No sé muy bien qué quiero decir con ésto, ni con otras muchas cosas. Sólo que al final, lo de siempre:  me toca volver a estudiar matemáticas y a lidiar con fórmulas que no sé qué resuelven.
No creo que el árbol se instale en casa hasta horas antes de Nochebuena y, por supuesto, no creo que le demos vacaciones hasta horas antes de Semana Santa. El apocalipsis nos impide ver más allá de lo que hay que hacer ahora, y cuando no hay que hacer "nada", es imposible pensar en lo que habrá que hacer luego.
Por eso hay puentes que llevan de un sitio estresante a otro quizá más estresante todavía. Y podríamos usar el corto trayecto, esa bocanada de aire, para prepararnos. Pero, como diría la sabiduría popular, "para un ratico que tenemos".
Y eso. Que este ha sido mi ratico. Ahora volveré a esparcir los gruesos libros y a ponerle a las hojas esos colores imposibles, y a ver si con suerte el reloj se me sincroniza con la Navidad y puedo volver a quejarme de que odio los villancicos cualquier mañana que me haya levantado el espíritu navideño de la vecina a las 12  del mediodía.
A ver si con suerte, entre examen y examen, seguimos haciendo fiestas de las risas con la gente agradable y podemos seguir manteniendo la alegría de que ya no queda tanto... ¿Para qué? Yo tampoco tengo ni idea.
 Si esto fuera un túnel, podríamos llamarle luz a la Navidad, pero a sabiendas de que no es la verdadera, sólo una bombilla fortuita en medio del pasadizo. La luz no sé en qué punto está. A veces creo que no está en ningún sitio. A veces creo que ya he estado allí antes. A veces creo que voy a volver. A veces creo.
Puede que la vida sea un túnel en círculo.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Mundo ininteligible.

 El otro día me examiné de Platón. Fue una hora y media tediosa, casi que se reproducía la desidia en el aire y la prisa y el asco y las ganas de comer ya.

La multitud de bolígrafos se suicidaba mientras mi hiperlaxitud inquieta se revivía. 
"Venga Irene. Ya sólo quedan dos preguntas".

La cosa iba de una caverna y unas cadenas y el sol y el agua y aprender y vivir y eso. Había que comentar un fragmento de ese mito (sabíamos que no caería otro diferente en el examen) y durante las clases previamente nos habían dictado cada parte ya descrita (cada parte que teníamos que aprender a describir nosotros). Me pareció imposible, a mí y a tantos otros, aprenderme de memoria el criterio de mi profesor acerca de cada línea de Platón. Así que decidí que lo tomaría como buena pauta para enfrentarme a esa parte del examen, aunque no tuviera mucha fe en hacer bien algo que no había practicado antes.

Apenas a veinte minutos de que las manecillas del reloj dejaran de acuchillarme los dedos, el profesor dijo en voz alta a M: 
-¿Por qué has escrito en el margen de esta hoja "línea 55-70" antes de hablarme del texto?
Ella se quedó un poco descolada y dijo como si fuera obvio:
-Para que usted sepa que me lo he estudiado, y que sé qué estoy comentando. 
El profesor echó una risorada y le contestó:
 -Bórralo. No hagas eso en selectividad. Las líneas las dividimos para guiarnos a la hora de comentar el texto. Pero se supone que tú no te lo has aprendido de memoria. 
Hubo un par de sonrisas incómodas y la clase volvió a someterse a la dictadura de las manecitas del reloj.

Fue ahí cuando entendí a Platón. 
No lo había hecho antes. Yo había estado estudiando tanto como M. o puede incluso que más. Puede que creyera estar enterándome de lo que leía, y lo hacía, pero no estaba asimilando ninguna cosa.
La cosa de la caverna, las cadenas, el sol, el agua, el aprendizaje, el vivir y eso, eran mucho más que unas líneas de tonterías que habíamos copiado en clase.

La filosofía es algo importante. Y no sólo la filosofía, sino todo lo que enseñan en los colegios es importante. Tan importante, que se supone que son partes fundamentales para el desarrollo de una persona. Que no sirve de nada aprender las estrategias del márketing si luego te maneja cualquier publicidad engañosa. Que no sirve de nada analizar frases sintácticamente imposibles, si luego llega el hombre del telediario a decir cosas como "el show debe DE continuar".
No sé de quién es la culpa, pero cada día estoy más convencida de que es de los que nos enseñan. Creo que el buen profesor no es el que se sabe bien cada palabra de Platón y arrastra una cultura sobre los filósofos griegos que es "para morirse." Qué va. El buen profesor es el que te invita a que entiendas qué pensaba Platón, a que lo aprendas, lo interiorices, y lo pongas en práctica en la vida. 
Para eso estoy aquí. No para vomitar lo que haya aprendido a repetir como un loro la tarde anterior. Estoy aquí para aprender. Para que me enseñen. Y quiero que me enfoquen la vida de una manera en la que la filosofía me sirva para cambiar las cosas y no únicamente para gastar el boli.

Con la frase de M., en apenas aquellos dos minutos que el acuchillante reloj me dejó para descansar, entendí mi caverna. La del resto. La de todos. Y me enfadé. Me enfadé casi tanto como M., la que a ritmo de típex intentaba borrar de paso también su frustración. Porque M. había estudiado. Y le habían dicho que así era como tenía que estudiar. Y M. tiene ya 18 años y sabe cosas como la clasificación por etapas de la obra platónica, y, sin embargo, no tiene ni idea de qué pretendía enseñarle Platón.


Sólo quiero decir que estoy cansada este año. Y que me cansa aún más pensar que me quedan largos meses de exámenes de acceso universitario, de horas y horas de relojes con manecillas asesinas, de hiperlaxitud quejica, de tardes de mucho estudio y apenas poco aprendizaje. Y quiero decir que me quedan largos meses con el doble de lunes que de viernes. Y quiero decir que no me gusta el café, que habrá días que pase mucho sueño y que en Junio estaré el doble de acalorada. Y quiero decir que yo me iré pero que otros se quedan, y que irán desgastando a Platón y a tanta otra gente que veía el mundo como no nos lo están enseñando. Y quiero decir que ojalá algún día eso cambie. Y que ojalá M. algún día entienda las líneas "55-70". O que entienda que no ha entendido nada, al menos. O que entienda que hay cosas que nunca entenderá. Como yo, que nunca entenderé que con la de mundo que hay ahí fuera, con la de libros interesantísimos que se han guardado, con la de cosas fascinantes que han hecho deslizarse al eje de la Tierra, con la de gente que ha reventado horizontes, con la de vida que se ha instalado en la historia, se nos siga sentando en una silla a gastar bolis. Porque nos han enseñado a copiarlo todo. Y a escribir nada.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Yo, me, mí, sinmigo.

Deberíamos darnos un tiempo. No tiene que ver con que hayamos tenido un mal mes, ni siquiera tiene que ver con que llevemos un año teniendo un mal mes. Quizá sea la irritante gente que no para de decirte lo que tienes que hacer, que sí, que probablemente sea eso, pero, cielo, tienes que empezar a olvidar la inmensa necesidad de clavar los dientes en hombros ajenos. Creo que a veces es preferible, a pesar de todo, usar esos hombros para llorar en ellos. Y es que, querida, yo tampoco recuerdo para qué te han servido las palabras. Te han  hecho lo que eres ahora: sólo ruido y nada de nueces. Pero tampoco es para que te pongas así, en ese modo de ir tirando a la gente mentalmente por las escaleras.  A veces es preferible decirle a alguien, sin más, que no se vaya. ¿Tan difícil es? No eres una torpe sentimental, es sólo que eres una torpe, así, en general.  Y que puede que sí, que sí sea difícil pedirle a alguien que se quede. Para que luego se vaya, y a ver con qué cara te miras tú al espejo el resto de tu vida. Que no, que no. Que te entiendo. Que me entiendes. Que yo tampoco quiero quedarme. Que tú también quieres irte. Que creo que tendremos que buscar una forma que no incluya dientes para pedirnos perdón. Tienes que poner algo de tu parte, no dejarme huir a trompicones ni decirme que me vaya y luego ponerme la zancadilla (¡¿qué clase de yo misma eres tú?!) Regálame unas flores de vez en cuando, trátame mejor después de echar la siesta... No sé; quiéreme un poco. Y quiéreme de lejos, ahora, dejando atrás las palabras que no te dicen nada, esas que te he dicho antes, el ruido y los dientes. Llámame cuando cambies, o no, perdón, llámame cuando cambie yo. Llámame cuando lleguemos a un acuerdo sobre qué es la suerte. Y mientras, lee libros, bébete una coca-cola a las 6 de la tarde, vuelve a olvidar que no es esto lo que deberías estar haciendo en la vida. Simplemente siéntate con amigas y ríete un rato. Ya volveremos a ser amigas tú y yo... Y a reírnos. Hoy no, pero sé que algún día a eso de estar juntas no lo llamaremos Desidia. Cuanto antes te libres de tu propia garganta, antes podrás empezar a disfrutar. Hoy no hay por qués, ni frases de ánimo. Hoy me convierto yo en otra de las irritantes personas que te dicen lo que tienes que hacer. Y a mí tienes que hacerme caso porque, si no, creo que acabaré tirándote en serio por las escaleras. Y no puedo, porque sé que, algún día, subiremos por ellas juntas.

lunes, 29 de octubre de 2012

El día en el que.

El día en el que, el despertador, tiene que sonar al menos media hora antes. Puede que no sea un sonido externo al oído, sino una molestia del estómago que te obliga inmediatamente a despertar. Y quién sabe por qué.
El día en el que, la temperatura se recuesta en zona azul y te dice que es necesariamente invierno, porque ya la luna no se adueña de berbenas y juegos de niños y el sol se ha ido de vacaciones a otro sitio. Y quién sabe por qué.

Lo que es seguro, es que el día en el que, no hay besos. Y así, al menos, una puede aprovechar la oportunidad de saborear como sabe sí misma, pero qué va... da pereza y preferimos encender la tele. Porque el día en el que, la cabeza se habla mucho y no para, y parece un amigo emocionado que lleva tiempo sin vernos y tiene que ponernos al día con todo lo que le ha pasado desde hace un par de vidas hasta ahora. Y quién quiere escuchar.

También sé, que el día en el que, una pisa la calle, pero en realidad siente que es la que calle la que no para de pisarla a ella. Y la chaqueta se convierte en el mejor abrazo que te han dado nunca. Y luego los edificios que han visto de ti cosas tan bonitas, cuchichean, y los oyes perfectamente cómo dicen que quién te ha visto y quién te ve. Porque el día en el que, tú, de repente, eres capaz de verte. Y eres capaz de verte así, tan ajena a ti misma, tan objetivamente otra, tan sencillamente tú....

Y así ocurre, en el día en el que, como un cuento de la tradición popular, como una loba sin Caperucito, que el sofá, la cama y las opciones para cenar se libran por fin de cualquier connotación negativa o positiva. Y todo se vuelve sencillo, tan sencillo que, a pesar de toda la inercia que se apoya en tus párpados, eres capaz de pensar muy por dentro: "no sé cuánto tiempo podré aguantar así." Pero no lo entiendes; lo difícil es aguantar de otra manera. Porque el día en el que, es el día en el que todo cobra sentido. Y todo cobra sentido, porque, de repente, nada tiene sentido alguno. Y quizá te des cuenta, y seguro que no te enteres de nada, pero el viento pasará en algún momento en el que la chaqueta te falle y tus riñones descubrirán el frío. Y todo tu cuerpo descubrirá el frío. Y tus pulmones preguntarán: ¿pero quién ha puesto de repente el invierno aquí?
Y luego anochece, supongo, en el día en el que. Como anochece en Tokio, en La India o en Honolulú. Como anochece en tu cama. Como anochece en los días que nunca quisimos que acabaran. Y supongo que una se va a dormir con la sensación de estar más perdida que encontrada.

Así que al final, recoge un par de fuerzas, y se pone a escribir desde el día en el que.  Y cuenta que una se pone muy guapa y echa a correr como quien quiere escapar de Octubre y no puede, y que, entonces, se inventa un día en el que: Un día en el que las sábanas se llenan de promesas de un mañana mucho mejor. Un día en el que el lunes tiene que hacer la vista gorda y fingir que es más guay. Un día en el que él llega a casa pensando en verla pronto. Un día en el que Oniria encuentra a Insomnia cuando se gira entre la gente. Un día en el que "sí, ya lo verás." 

Pero a parte de lo que hay al final del día al cerrar los ojos, aparte de las buenas intenciones de la yo que intenta sobrevivirse cada noche, aparte de todo eso, qué queréis que os diga... Hoy es el día en el que no tengo ni idea de qué día es.

martes, 2 de octubre de 2012

Normal.

Entonces me volví loca y me enfadé con el mundo, y fingí eso que algunos llaman normalidad, porque yo de buena gana me hubiera dedicado a arrancar hombros con los dientes y a masticarlos y a escupirlos mientras grito de rabia en un mundo donde nadie hace eso.
Y la normalidad me tenía que soportar todas las noches, disfrazaba a los viernes de algo que os juro yo que no eran viernes y siempre me despertaba de las siestas con la sensación de esos niños que lloran desconsoladamente porque necesitan un abrazo de mamá.
Pero poco a poco, la normalidad ha ido dejando de romper fotos (porque resulta que las fotos sólo se rompen una vez), de ponerse triste porque ciertas fotos no se rompan,  de quebrarse en los momentos difíciles, de quedarse esperando a quien se fue a pasárselo bien lejos de aquí, de llorar porque ahora la quieran menos, de obligarse a ser valiente, de tener un concepto equivocado de la palabra "valentía", de odiar a personas que no conoce, de odiar a personas que conoce muy bien y ¡ah! también de tintarse el pelo. La normalidad ha ido cambiando por completo... Porque ella sabe que, algún día, volverá a cambiar. Y cuando llegue ese día dejará de ser un sustitutivo civilizado de mi locura arranca-hombros para convertirse en un precioso viernes, de esos viernes, que os juro yo que son viernes. 
Aunque reconozco que hoy, me he despertado de la siesta necesitando que mamá me abrace.

martes, 4 de septiembre de 2012

Pequeño resumen de un año llamado Domingo.

Martina tiene un sueño- ¿y quién no?- que no para de llevarle la contraria, que se hace caca cuando está en la calle riendo con amigos, que no se queda quieto mientras intenta darle la comida, que se cae porque no permite que ella le ate los cordones. Martina tiene un sueño y cree que nunca va a verlo crecer.
Hace todo lo que puede: pasa días a solas, compra carne de paciencia en el supermercado, e incluso se lava las manos con productos antiesperanza, a ver si así, no se le cuela la euforia que lo fastidie al final todo. No puedo contar qué sueña Martina. Pero ella suspira, y suspira y suspira que necesitaría un par de vidas, quizá suertes, quizá treguas del reloj... Pero no hay martes en los que se resista la tradición de que los errores cometidos rompan en sus ojos más fuerte que las nubes a la hora de morir.
Martina es torpe y resbala, resbala y  resbala en el agobio, en las prisas, en septiembre, en todo lo que al final no pudo ser. En todo lo que al final no pudo ser. Qué tontería... como si hubiera algo que, al final, sea.
Martina es esa parte de la historia en la que ya no da miedo la muerte, en la que te quedarías a vivir, porque lo estarías haciendo para siempre aunque la vida acabara a las nueve menos diez. Y Martina entiende esto, porque ella cierra los ojos y tiene un universo volcado, y volcado y volcado dentro de su alma, y sabe cosas que apenas entenderíais, que apenas lograríais diferenciar de otras, que apenas dedicaréis vuestra insípida existencia en reparar cuáles serán. Pero ella lo sabe, porque ya ha pasado varias noches entre la pequeña gran línea que separa el significado del verbo ir del significado del verbo irse.
Y Martina se fue. Como se van los días felices, las mentiras que nos dicen las personas a las que queremos y dicen querernos también, como se va el rencor y como se va un trozo del tiempo al que echaremos de menos. Y Martina volvió. Como vuelve el otoño, como vuelve la VERDAD de la mano de una persona que te quiere de verdad, como vuelve la nostalgia, como vuelve un trozo de tiempo al que echamos de nuestras vidas un día sin mirar atrás.

Martina tiene un sueño -¿y quién no?- que se le quiebra por las noches, que la engulle y la destroza, que le llena los pulmones de cosas feas. Martina no te canses. Todos queremos cosas que en realidad no queremos, vivimos momentos que en realidad no vivimos y también somos personas que en realidad nunca llegamos a ser. Nos han tirado las certezas a la cara y las mentiras, y a veces no hemos sabido -ni llegaríamos a saber- cuáles eran unas y cuáles eran otras.
Martina, por favor, no seas eterna. Sueña fugaz, y fugaz y fugaz sobre las cosas que no duren para siempre. No te caigas al precipicio cuando todo lo que echen de menos tus ojos se haya ido por el sumidero de la vida. No bajes nunca a buscar un imposible... Pero qué os voy a contar... Imposible es intentar convencer a alguien de que no haga eso.
Pero Martina en realidad lo entiende. Al final entendió de ausencias y de años que se te quedan clavados en la garganta. Claro que lo hizo. Y también entendió que a pesar de la cobardía acumulada en el riñón, había que seguir poniendo en marcha aquel insoportable y chillón despertador. No ha dejado de sonar ningún día. Aunque ahora todos los días sean lunes.

Martina tiene un sueño -¿y quién no?- y ahora sabe que por mucho que se le resista, por mucho que se le atrofie o por mucho que alguna vez se le cumpla, siempre siempre, tendrá un sueño maleducado en el bolsillo. No me malinterpretéis: ella no es optimista. Se ríe y come helados, y sigue gustándole cenar con gente para ver Eurovisión. Le gusta la vida -¿y a quién no?- Pero ella entiende que a veces, esa misma vida que alguna vez le dio tanto, hoy puede dejarle con absolutamente nada. 
Hace poco le pregunté a Martina que qué había aprendido hoy. Nunca contestó. Y fue en aquel momento, cuando Martina me enseñó que no todos los días se aprende algo.

sábado, 9 de junio de 2012

Yo también necesito un rescate.

Hace un par de años escribía más, ahora apenas lo hago. Cuando voy a ponerme, de repente me vienen encima todas las dudas de qué va primero, de qué es lo que quiero decir, de cómo es como debo decirlo. Al final acabo pasando página, en cualquier sentido, pero siempre sin haberla escrito. Pero empiezo a escribir, claro que empiezo. Aunque nunca acabo. Quizá eso sea otra prueba de que estoy realmente a medio camino de mí misma.
Estar a medio camino es algo muy incómodo, porque a nadie le gusta quedarse medio vacío, medio infeliz, medio a mitad (lo mío es que es un estar a medias tan completo que hasta estar a medias lo tengo a medias).  Entonces os miro a vosotros. Todos tan enteros o tan devastados, tan mal o bien, pero sabiendo siempre hacia donde vais... o hacia donde queréis ir. Yo me como la sopa sin comérmela, me visto guapa sin sentírmelo y me dejo crecer el pelo como realmente es aunque no llego a dejarlo ser del todo. Estoy a medio camino de ser rubia. Sería valiente dejar de serlo, aunque tampoco renuncio del todo a lo que soy. Estoy a medio camino de ser valiente... también.
Lo que peor llevo de ser y no ser, es lo de merendar sin hambre. Madre mía... juro que eso no me había pasado en la vida. Otras cosas sí, no lo niego. ¿Quién no se ha lavado los dientes sin limpiárselos?... (sólo en situaciones extremas, muy extremas). Quedarse a medias al reírse, quedarse con la mitad de la mirada en los ojos o tener parte de la garganta llena de palabras sin hablar... son cosas que no nos gusta a nadie.
Creo que empiezo a aprender... ¿y si lo más importante en la vida fuese caminar con paso firme? Es decir; no importa mucho donde vayas, lo importante es ir.
Veréis, con el tiempo resulta que eso que nos hacía tropezar en el camino no eran piedras -ya quisiéramos que sólo fueran eso- sino que también son volcanes, arenas movedizas, ruinas de antiguos palacios que un día fueron trono de una verdadera reina e incluso hay trozos de cielo, totalmente derrumbados, que ni siquiera te dejan pasar. Aunque hay una cosa que sé seguro: lo peor que puedes encontrarte por el camino son tus propios pies. Y, creedme, es frecuente ir tropezándose de esa manera. Frecuente y terrible. Los pies de uno mismo son el peor obstáculo de todos, y encima algunos hemos nacido torpes...
Sea como sea, estar a medio camino siempre conlleva una batalla. Duros enfrentamientos entre la felicidad y la infelicidad, las expectativas y las probabilidades, las ganas y la pereza... el comerse la sopa y el no comérsela. Y en medio de toda esa guerra, como no podía ser de otra manera, estás tú. La verdadera tú, seas quien seas. Al fin y al cabo las películas, las canciones, o las preguntas estúpidas como "¿por qué he escuchado tantas veces a Coldplay si no me gusta?" te llevan a la conclusión de que quizás estés simplemente complicando las cosas. Porque necesitas complicarlas. Si no las complicaras... si lo que quiere morir lo dejaras morir, si lo que quiere irse lo dejaras irse, entonces... ¿qué?
El drama forma parte de nuestras vidas. Nos agarramos a él, porque... en medio de la locura, es lo único que nos mantiene un poco cuerdos. Aunque tú sepas que quizás lo único que necesites sea un ratito de libro, de playa inmesa, de paseo y charlita contigo misma. Quizás solo necesites dedicarte un poco más de tiempo, empezar a aprender de ti.
No es algo estúpido. Hay más cosas en el interior de las que incluso nos autopermitimos exteriorizar. El fallo siempre es el "tengo miedo, pero no quiero quedarme a solas y comprender por qué". Pero... ¿y si la única forma de comprenderlo fuera el preguntártelo? Yo apenas me atrevo a preguntarme últimamente. Y es curioso, porque conforme pasan los años, conforme voy creciendo, cada día, me voy haciendo menos y menos preguntas... En vez de conocerme, me voy desconociendo cada vez más.
Quizás por eso cada vez escribo menos... por miedo, por inseguridad, por desidia, por pánico a que se caiga mi palacio, o se me desprenda otra vez ese pedazo de cielo. Huyo de mí misma y del silencio del inmenso salón vacío abrazándome. Porque da miedo sentir frío en verano, y el viento a solas siempre duele como enero...
Yo no quiero ser enero. No ahora. No nunca. No quiero hablar conmigo y enfadarme. No quiero darme cuenta de lo que he perdido, he ganado, de hacer recuento dentro de mí misma, y haber perdido... haber perdido más de lo ganado. No quiero caerme, ni andar con paso firme, ni andar con paso flojo, ni andar... No quiero helado. No quiero sofá. No quiero salón. No quiero silencio... No quiero estar sola.
No quiero... no quiero terminar de escribir.

lunes, 2 de abril de 2012

Hartísticamente hablando.

Yo también estoy harta.
Harta del mundo.
Harta. De los pijos. De los que tienen mucho dinero de verdad y de los que tienen el mismo que yo, pero que prefieren gastarlo en apariencias, gracias a ese invento estúpido llamado capitalismo, que te permite vivir el sueño que no existe.
Harta de los polos Lacoste y de los que solo pagan si la coste es muy alta. Harta.
Harta. De la contaminación. De que sea rentable lo que cubre el infierno. De que cada día haya más gente durmiendo en la calle y de que nos quejemos de ello por estética más que por ética.
Harta. De la banca. Del gobierno. De que la banca gobierne.
Harta. De Dios, también. Sea quien sea. Sea lo que sea. Harta de que sólo tome realidad por medio de tronos para nadie, bañados en oro, que darían de comer a alguna población entera de Etiopía.
Harta de la religión. Harta de la Semana Santa y de que me guste. Harta de reírme de la señora gorda del balcón que le dedica su saeta y su pasión a un trozo siniestro de madera. Harta de personas que se ponen bajo esos tronos que dibujan a un señor pobre que se inventó otro señor muy muy rico para que los muertos de hambre no se sublevaran, creyendo que un héroe los salvaría en la muerte. Harta de los que se hacen daño por "promesa" (harta, en general, de los que prometen).
Harta de los que se tapan los ojos y destapan los pies con toda la fe del mundo y todo el miedo que dan las desavenencias de la insupervisada vida. Harta de los que se agarran a Dios y hacen dependientes a otros del mismo. Harta de las viudas de la procesión y de su altura fingida, de su dolor absolutamente machista, de su última posición en el paso de Dios.
Harta de la Iglesia. Harta SOBRETODO de la Iglesia. Harta de pensar que Dios es todo lo contrario a sus representantes. Harta de confiar en ese Dios distinto. Harta de tener que inventármelo por no ser lo suficientemente valiente como para afrontar la vida tal y como es.
Harta de pensar en pasado más que en futuro. Harta de no vivir el presente. Harta del tiempo. Harta de que no pare de escaparse. Harta de que ya se haya escapado un cacho más.
Harta de los cambios. Harta de que "al final todo se acaba cuando empieza lo mejor". Harta de que lo mejor nunca llegue a empezar realmente. Harta de los momentos postmortem. Harta de llorar lo perdido. Harta de perderme llorando.
Harta de que la gente que se va sin ser echada, realmente nunca vuelva sin ser llamada. Harta de que me echen, de que luego no me llamen y, encima, yo, volver.
Harta de la frustración que da el no poder irse de un sitio en el que no quieres estar. Harta de querer huir. Harta de quedarme.
Harta del suelo pringado de mantequilla, de la lluvia en la cara, de los días peores. Harta de Murphy. Harta de que el helado siempre me cale el mismo diente. Harta de que ya no quede helado.
Harta de los que se comen lo más rico.  Harta de que los ricos sean los que más comen.
Harta de la gente egoísta. Harta de ser tan egoísta como para estar harta de los egoísmos de los demás.
Harta de A. Harta de que sea Alta. Harta de que sea Amable. Harta de que sea ¡Ay que graciosa! Harta de que sea Amejor.
 Harta de Almería. Harta de mis monstruos. Harta de haberme convertido yo en el que más miedo me da.
Harta de TI. Harta de que no hagas exactamente lo que querría que hicieras. Harta de querer esas cosas. Harta de que no madures y de que me robes, también, mi madurez. Harta de morirme porque no des señales de vida. Harta de hartarme de ti. Harta de que den igual mis harturas. Harta del BUCLE y del pozo sin fondo que es la vida contigo. Harta de que no seas capaz de ELEGIR. Harta de que nunca me elijas. Harta de perder porque tú salgas. Harta de salir perdiendo.
Harta de mí contigo. Harta de ti sin mí.
Harta de TÚ. Harta de que no existas. Harta de que seas. Harta de que no seas. Harta de que por tu culpa. Harta de que no me hartes, no seas capaz de hartarme.
Harta de vosotros. Harta de que haya caras que me den rabia. Harta de las fotos mentirosas. Harta de que no me salga a mí bien una de esas fotos, leche. Harta de que no me crezca el pelo, y que aún así al mes ya se me note la raíz. Harta de ser rubia. Harta de no serlo.
Harta de lo falso. Harta de la gente que dice que la mejor virtud es la sinceridad. Harta de los que confunden sinceridad con mala ostia.. Harta de la hipocresía, pero no de la falsedad. Harta de la mentira. Harta de que me mientan. Harta de mentir por qué.
Harta del francés y de no reconocer que en realidad me gustó la trigonometría. Harta de las cuentas y de los cuentos. Harta de tener que hacer las cosas mejor de lo que me las valoren. Harta de que así funcione la vida.
Harta de mi miedo estúpido y sinsentido a las pelotas que vuelan. Harta de tener que jugar al voleybol por ser niña. Harta de que no se me de bien, ¿vale? Harta de ser la única persona en el mundo que no sabe darle a una pelota al estilo voley. Harta de no ser una chica voley. Harta de que existan las chicas voley.
Harta del pelo a lo voltaire, los mocasines, los lunares (ya sean en la piel o en la ropa) y la gente que no se entera. Harta de las cositas que se aprenden a memoria, tales como el Padre Nuestro o un diálogo de CUALQUIER capítulo de Los Simpsons.
 Harta del fútbol. Harta del fútbol. Harta del fútbol. Harta del fútbol y de los anuncios de Antena 3.
Harta de los parquímetros-robo. Harta de la zona azul. Harta de que realmente no sea azul ninguna zona. Harta de que ella sea las 3 guas: guay, guapa, guasona. Harta de que yo sea las 3 trs: triste, truncada, tronta.
Harta de ser ingeniosa. Harta de tener genio pero no tener ni lámpara ni deseos. Harta de fingir que no me importa.
Harta de los domingos. Harta de haberme equivocado por culpa de los demás. Harta de Coldplay, de lo que es "buena música", de lo que es "buena tele", de lo que es qué. Harta de las etiquetas, de todas, sobretodo de las que pican. Harta de las abuelas con morro que se cuelan en todos sitios, de los viejos infelices que gruñen más que un perro comiendo. Harta del olor a leña.  Harta de que digan de lo que no puedo estar harta. Harta de hacerles caso. Harta de no tener opción
Harta de los domingos, básicamente.
Harta de repetirme. Harta de las series de época, de los serios de todos los tiempos, del dentista antipático.
Harta de levantarme temprano. Harta de los despertadores desafinados, de la canción de alarma a la que acabas tomándole manía. Harta de Queco. Harta.
 Harta de no parar de escribir. Harta de no ponerme muchas veces a hacerlo. Harta de las expectativas de la gente. Harta de decepcionar. Harta de que haya un por qué de no tener que hacerlo.
Harta de que internet vaya más lento que un individuo en taca-taca. Harta de que cerrara Megaupload. Harta de no poder bajarme bien capítulos, ostia. Harta de que mi vida no sea como una serie, y que después del super monólogo sensacionalista, no ocurra absolutamente nada.
Harta del olor a café, de la gente que idealiza los desayunos, de las mantas que sueltan cosas, de las guerras y  los guarros. Harta de la Era de la Información y de lo que era información innecesaria.
Harta. Harta de muchas cosas. Harta de no poder contaros todo lo que me tiene harta. Harta de quedarme sentada ante la hartura. Harta de la antilibertad y del liberalismo. Harta de la economía, del euro, del mundo, de llegar tarde, de las tardes que no llegan. Harta de mi nariz en las fotos, de los bolis que se caen al suelo, de la gente que fuma, del Real Mandril y de copiarle los chistes a Alejandro.
Harta de los abrazos que no doy por orgullo. Harta de que el orgullo me haga cruzarme de brazos.
Harta de las noches de insomnio, de las noches de sueño, de no soñar por las noches.
Harta de que siempre se me ocurra otra cosa más de la que estoy harta.
Harta de Android y iPhone, de las lecturas obligatorias, de las injusticias, de que exista el queso en el mundo, de que haya gente que ronque.
Harta de no poder ser yo misma. Harta de no saber quién soy yo.

domingo, 4 de marzo de 2012

Yo, Mujer araña (vida).

Tan irreal como la Kriptonita, un día me compré una playa rota y especulé con la alegría. Hablé con el mar, cada día. Le preguntaba por qué para algunos era libertad y para otros, en cambio, era dolor. Poco a poco entendí la poca diferencia que hay a veces entre ambas cosas.
Fui tan mermelada, que era más pegajosa que el superglú. Yo, tan estáticamente huidiza. Estaba triste porque había dejado atrás las cabinas y tampoco ya salvaba al mundo. Así que un día, me compré una playa rota y especulé con la alegría. 
La mejor inversión de nuestras vidas las hacemos llorando y sin opciones. Quien no espera nada, no perderá tampoco mucho. Las expectativas son un lujo que sólo te compras cuando puedes adquirir las cosas realmente básicas. No compré ni un gramo; yo sólo vendía ganas. 
El mercado sentimental es así. Si algo conservaba era el monopolio de la amargura. Aunque yo tampoco lo veía muy creíble en un principio, las cosas malas se venden prontísimo, y eso de ser tan ricamente desgraciada, tampoco me duró mucho. 
Y es que, ¿acaso dura algo? Podríamos rendirnos pronto, la utilidad de cualquier cosa es nula. La vida en sí misma es nula, ¿quién se la inventó? Aún no me explico qué hago jugando aquí o por qué me toca a veces y otras pierdo la partida. Que caótica me siento. Y que rabia no poder sentarme antes el caos.
 Hay que buscar soluciones. Cuando las opciones se alejan de ti como si fueran un tsunami a punto de suceder, tienes que inventar castillos con arena. Por eso me compré una playa rota y especulé con la alegría. La playa era un inmenso mar de arena, todo el mar azul lejano, toda aquella muerte a punto de ocurrir. 
No puedo contar más. No sé si llegué a morir o fui yo la ola gigante que arrasó mi vida. Quizás aún esté esperando a que pase. 
No sé. Hay historias que están guisándose y otras que son pan comido. Lo justo sería un problema, una solución. Pero la justicia es otro artículo lujoso que, en serio, no tengo ni idea de quién podrá comprar. Así que hay muchos problemas con incógnitas no cognitivas. 
A pesar de todo, después de que hayan inventado el iPad y la ciencia-ficción, estoy segura de que podremos solucionar cualquier cosa, querido Mundo. Es posible que nos lleve un tiempo, pero nunca pienso tirar mi traje de superheroína del armario. Cuando venga a pisarme el mar, me convertiré en pájaro. Y si no lo hago, me convertiré en mar. Y si no lo hago, seré villana y princesa, y me encerraré a mí misma en la torre más alta, en el grano de arena más por encima de mi castillo improvisado. La vida da tantas vueltas como un trozo de agua tras el terremoto. No sé que hay más adelante, sólo sé que por ahora no pienso mirar atrás.
Quizá algún día entienda por qué una vez fui -y ya no soy- aquella auténtica Lois Lane. Pero no tengo prisa. Convertirme en una Susan Mayer no me ha hecho tanto daño. 
Desesperada o no, sigo siendo la misma gran mujer tan irreal como la Kriptonita. Tan irreal como mi playa rota. Tan irreal como mi alegría especulada.  Tan irreal como el dolor o la libertad. Yo, tan libremente dolida.  Yo, tan dolorosamente libre. 

miércoles, 11 de enero de 2012

A los días tristes:

Se puede vivir con miedo. De hecho, hay quien hace del miedo un amigo. Un amigo incómodo, que te roba la almohada, el novio y los días de fiesta. ¿Alguien sabe de qué color es el miedo? ¿Tiene ojos? ¿Quizá es un charco en el cielo, un reflejo de la tormenta que aún no ha caído? Que levante la mano el que sepa calcular la distancia entre miedo y tristeza. Que levante la mano el que no viva continuamente entre ese hueco.
Hay días difíciles. Días con demasiado miedo dentro. Días que podrían traer un manual de instrucciones incluído y, por supuesto, un mando con un buen botón rojo. Apagar, e irnos. Pero no. El juego va de otra cosa. El juego va de no saber de qué va el juego. El juego no lleva mandos, ni normas, ni puedes pararte a atarte los cordones mientras corres para que no te pille el que se la queda. Hay que seguir aquí, sin poder echarle una siesta a la vida ni tomarte unas vacaciones en la playa de los días mejores.
Los días así nunca vienen solos. Traen amigos. Son sociables. Les gusta todo lo que a ti no, y cuanto más tonto te pongas con ellos, más tanto se pondrán ellos contigo. La solución no es el hacha del leñador, porque no son lobos feroces, queridos Caperucitos. Más bien, podríamos decir que son días que te rompen a nostalgia y a desganas de merendar. No creo que haya buena comparación para explicar lo que son los días tristes. Sólo sé que duelen y que siempre son invierno. Al menos en mí. Al final del día se convierten en llegar a la cama y tragar con más ansiedad que saliva, temiendo a que mañana sea un digno día sucesor del gris de hoy. Y dormirte, pronto, quizás, porque el asfalto cansa y todo el camino que ves alrededor es carretera vacía que no parece que termines nunca de andar. Que no parece.
Me gusta vivir. Me encanta la vida. A veces cierro los ojos muy muy fuerte y pienso en la cantidad de cosas que hay ahí fuera. Fuera de mí. Fuera de mi miedo. E incluso, sin pretenderlo, saco a tomar el aire a mis dientes, que a veces también les gusta salir de paseo porque sí, por iniciativa propia. No hay remedios para los días malos, no los hay, y tampoco yo tengo soluciones que los calmen. Pero no hay que hacerse agua estancada en ellos y pudrirlos, que eso luego deja (d)olor. No por sobrevivir al pánico te van a conceder esas vacaciones con esos días de sol y mucha risa, pero al menos los kilómetros a ese paraíso puede que se reduzcan algo más. 
Puede que en parte, mis días tristes estén llenos de rencores por mi parte. Puede no, sino que SEGURO, que los días tristes son lastres que me cargo yo solita en mi tarjeta de pretérito. Ahí están, acumulando deudas y dudas e historias para no dormir desde tiempo inmemorables. Por supuesto que porque vivan en mí desde siempre no significa que pueda tirarlos por el sumidero en cuanto la gana me diga que sí. Pero al menos puedo verlos como un desastre propio y a la vez como un mal ajeno, y descubrir que algún día habrá limpieza de ánimos y quizá comience a perdonar un poco a la causa que me esté dando estas malas tardes. 
No quiero ser optimista, porque estoy enfadada. Estoy muy enfadada con mi vida, con Dios, con el karma o con lo que sea que me haya robado alegría. Pero existe la música y vivo en la ciudad del continente con más horas de sol al año. Habrá que sonreír al menos, aunque sea por compromiso. Voy a tener respeto por la verdadera tremendidad que da la pena y voy a, al menos, seguir adelante. Simplemente lo haré porque aún existen días. Vendrán algunos cargados de regalos llenos de ganas, y otros que den ganas de regalarlos. Esto es así. Lo único que puedo hacer es no desistir y acabar vomitándome. Enterrar el hacha de guerra y perdonar al lobo feroz, porque quizá el está en una espiral ascendente de días infelices. Puedo escuchar música y acompañarme con la soledad ajena. Puedo limpiarle el polvo a ciertas voces amigas, y puedo reírme con ellas como una recompensa que me ha dado mi tiempo por los días en los que he construído mundo. Quedarme y regodearme, empapar de cafés y charlas a ese mundo que me ha construído a mí. La espera se va a hacer más corta. En realidad, dentro de lo malo, tengo la suerte más buena del mundo. Tengo recuerdos. Y a lo mejor, lo que pasa es que estoy muy enfadada con ellos. Sí. Porque me han dejado sola. Los odio porque los quiero, y ellos parecen haberse olvidado de mí. Pero los tengo. Están aquí, ahora, acompañándome en las agrias horas. Los tengo. Y quiero dejar de llorar, y quiero perdonarlos, y quiero que me cuenten un chiste aunque sea malo y reírme de ¡ay que ver cómo es la vida!
En resumen, lo bueno de las cosas tristes es todo lo que hay en el fondo de ellas. Sólo tienes que encontrarlo, quitarle el polvo y el miedo para poder verlo con la claridad que dan los días en los que no llueve sobre nuestra cabeza. O no tanto al menos. En serio. No merece mucho la pena leer que la vida debería ser diferente, y que has venido aquí a morirte y que no vas a ser de esas personas grandes que les toca el cielo aquí en la tierra. Habrá días en los que sí toques un gran trozo de cielo, y será aún más especial que el que vuela a lotería, porque probablemente habrá volado hacia ti y será de alguien que lo ha incubado con la grandeza adquirida que una se edifica mientras se viste de experiencia y se desnuda de miedos.
Y es que retomando el tema de los miedos, ellos son los culpables de todo esto. Te llaman a casa a cualquier hora y no les importa si te despiertan a golpe de sobresalto en mitad de la noche, destrozándotela para el resto de la misma. Son incómodos. Dan todo el asco como las confianzas que se toman. Y aquí están, sentados en el banco de los días tristes. Observándonos al pasar y bloqueándonos en medio de un absoluto desierto sin agua ni sed. Mirándonos y arrastrándonos a la inercia del constantemente mojado dorso de la manga derecha. ¿Y nosotros qué? ¿Vamos a dejarle?
No hay mucho qué decir cuando se trata de miedo y de días tristes. Es como hablar de vida y muerte, de colonia y desodorante y de ketchup y salchichas. Todo va junto. Junto y necesario. Los días tristes acaban diciendo adiós, levantando el campamento y devolviéndote ese trozo de la cama que te impedía dormir agusto por las noches. Acaba llevándose el frío dejándote una manta de besos bonitos de bocas melosas. Sí. Los días tristes, un día dejan de ocuparte la casa. Y vuelven los días buenos, o al menos los no tan malos. Y seguro que pronto volvemos a convertir las horas en primavera, y los charcos en piscinas azul piscina. Y los miedos... Bueno... Los miedos. Los miedos no se van a largar nunca del todo. Puede que te devuelvan los días de gracia y que dejen de contradecirte la vida, pero el miedo siempre está ahí. Y debe estarlo. Algo, al menos. Un algo muy algo, por supuesto. Mientras haya miedo, habrá cosas que perder. Y mientras tengamos miedo, vamos a cuidar esas cosas perdidizas. Sólo hay que controlarlo y administrarlo bien.
Vale. El miedo nunca será un amigo, pero puede ser un no tan mal compañero de viaje. Sólo hay que dejarles claras algunas cosas. Sobretodo, que tu almohada es exclusivamente tuya.