miércoles, 11 de enero de 2012

A los días tristes:

Se puede vivir con miedo. De hecho, hay quien hace del miedo un amigo. Un amigo incómodo, que te roba la almohada, el novio y los días de fiesta. ¿Alguien sabe de qué color es el miedo? ¿Tiene ojos? ¿Quizá es un charco en el cielo, un reflejo de la tormenta que aún no ha caído? Que levante la mano el que sepa calcular la distancia entre miedo y tristeza. Que levante la mano el que no viva continuamente entre ese hueco.
Hay días difíciles. Días con demasiado miedo dentro. Días que podrían traer un manual de instrucciones incluído y, por supuesto, un mando con un buen botón rojo. Apagar, e irnos. Pero no. El juego va de otra cosa. El juego va de no saber de qué va el juego. El juego no lleva mandos, ni normas, ni puedes pararte a atarte los cordones mientras corres para que no te pille el que se la queda. Hay que seguir aquí, sin poder echarle una siesta a la vida ni tomarte unas vacaciones en la playa de los días mejores.
Los días así nunca vienen solos. Traen amigos. Son sociables. Les gusta todo lo que a ti no, y cuanto más tonto te pongas con ellos, más tanto se pondrán ellos contigo. La solución no es el hacha del leñador, porque no son lobos feroces, queridos Caperucitos. Más bien, podríamos decir que son días que te rompen a nostalgia y a desganas de merendar. No creo que haya buena comparación para explicar lo que son los días tristes. Sólo sé que duelen y que siempre son invierno. Al menos en mí. Al final del día se convierten en llegar a la cama y tragar con más ansiedad que saliva, temiendo a que mañana sea un digno día sucesor del gris de hoy. Y dormirte, pronto, quizás, porque el asfalto cansa y todo el camino que ves alrededor es carretera vacía que no parece que termines nunca de andar. Que no parece.
Me gusta vivir. Me encanta la vida. A veces cierro los ojos muy muy fuerte y pienso en la cantidad de cosas que hay ahí fuera. Fuera de mí. Fuera de mi miedo. E incluso, sin pretenderlo, saco a tomar el aire a mis dientes, que a veces también les gusta salir de paseo porque sí, por iniciativa propia. No hay remedios para los días malos, no los hay, y tampoco yo tengo soluciones que los calmen. Pero no hay que hacerse agua estancada en ellos y pudrirlos, que eso luego deja (d)olor. No por sobrevivir al pánico te van a conceder esas vacaciones con esos días de sol y mucha risa, pero al menos los kilómetros a ese paraíso puede que se reduzcan algo más. 
Puede que en parte, mis días tristes estén llenos de rencores por mi parte. Puede no, sino que SEGURO, que los días tristes son lastres que me cargo yo solita en mi tarjeta de pretérito. Ahí están, acumulando deudas y dudas e historias para no dormir desde tiempo inmemorables. Por supuesto que porque vivan en mí desde siempre no significa que pueda tirarlos por el sumidero en cuanto la gana me diga que sí. Pero al menos puedo verlos como un desastre propio y a la vez como un mal ajeno, y descubrir que algún día habrá limpieza de ánimos y quizá comience a perdonar un poco a la causa que me esté dando estas malas tardes. 
No quiero ser optimista, porque estoy enfadada. Estoy muy enfadada con mi vida, con Dios, con el karma o con lo que sea que me haya robado alegría. Pero existe la música y vivo en la ciudad del continente con más horas de sol al año. Habrá que sonreír al menos, aunque sea por compromiso. Voy a tener respeto por la verdadera tremendidad que da la pena y voy a, al menos, seguir adelante. Simplemente lo haré porque aún existen días. Vendrán algunos cargados de regalos llenos de ganas, y otros que den ganas de regalarlos. Esto es así. Lo único que puedo hacer es no desistir y acabar vomitándome. Enterrar el hacha de guerra y perdonar al lobo feroz, porque quizá el está en una espiral ascendente de días infelices. Puedo escuchar música y acompañarme con la soledad ajena. Puedo limpiarle el polvo a ciertas voces amigas, y puedo reírme con ellas como una recompensa que me ha dado mi tiempo por los días en los que he construído mundo. Quedarme y regodearme, empapar de cafés y charlas a ese mundo que me ha construído a mí. La espera se va a hacer más corta. En realidad, dentro de lo malo, tengo la suerte más buena del mundo. Tengo recuerdos. Y a lo mejor, lo que pasa es que estoy muy enfadada con ellos. Sí. Porque me han dejado sola. Los odio porque los quiero, y ellos parecen haberse olvidado de mí. Pero los tengo. Están aquí, ahora, acompañándome en las agrias horas. Los tengo. Y quiero dejar de llorar, y quiero perdonarlos, y quiero que me cuenten un chiste aunque sea malo y reírme de ¡ay que ver cómo es la vida!
En resumen, lo bueno de las cosas tristes es todo lo que hay en el fondo de ellas. Sólo tienes que encontrarlo, quitarle el polvo y el miedo para poder verlo con la claridad que dan los días en los que no llueve sobre nuestra cabeza. O no tanto al menos. En serio. No merece mucho la pena leer que la vida debería ser diferente, y que has venido aquí a morirte y que no vas a ser de esas personas grandes que les toca el cielo aquí en la tierra. Habrá días en los que sí toques un gran trozo de cielo, y será aún más especial que el que vuela a lotería, porque probablemente habrá volado hacia ti y será de alguien que lo ha incubado con la grandeza adquirida que una se edifica mientras se viste de experiencia y se desnuda de miedos.
Y es que retomando el tema de los miedos, ellos son los culpables de todo esto. Te llaman a casa a cualquier hora y no les importa si te despiertan a golpe de sobresalto en mitad de la noche, destrozándotela para el resto de la misma. Son incómodos. Dan todo el asco como las confianzas que se toman. Y aquí están, sentados en el banco de los días tristes. Observándonos al pasar y bloqueándonos en medio de un absoluto desierto sin agua ni sed. Mirándonos y arrastrándonos a la inercia del constantemente mojado dorso de la manga derecha. ¿Y nosotros qué? ¿Vamos a dejarle?
No hay mucho qué decir cuando se trata de miedo y de días tristes. Es como hablar de vida y muerte, de colonia y desodorante y de ketchup y salchichas. Todo va junto. Junto y necesario. Los días tristes acaban diciendo adiós, levantando el campamento y devolviéndote ese trozo de la cama que te impedía dormir agusto por las noches. Acaba llevándose el frío dejándote una manta de besos bonitos de bocas melosas. Sí. Los días tristes, un día dejan de ocuparte la casa. Y vuelven los días buenos, o al menos los no tan malos. Y seguro que pronto volvemos a convertir las horas en primavera, y los charcos en piscinas azul piscina. Y los miedos... Bueno... Los miedos. Los miedos no se van a largar nunca del todo. Puede que te devuelvan los días de gracia y que dejen de contradecirte la vida, pero el miedo siempre está ahí. Y debe estarlo. Algo, al menos. Un algo muy algo, por supuesto. Mientras haya miedo, habrá cosas que perder. Y mientras tengamos miedo, vamos a cuidar esas cosas perdidizas. Sólo hay que controlarlo y administrarlo bien.
Vale. El miedo nunca será un amigo, pero puede ser un no tan mal compañero de viaje. Sólo hay que dejarles claras algunas cosas. Sobretodo, que tu almohada es exclusivamente tuya.