jueves, 20 de agosto de 2015

Sin Eva no hay paraíso.

En algún lugar hay una Eva a la que me parezco. Pero ella es mucho mejor.
Reivindico su corona y sus más de cinco años de experiencia. Comparto su tristeza y el destierro, y los sé más suyos.
Ella estaba ahí mucho antes de que yo llegase, y permanecerá después. Lo supe al ver todo ese jaleo: el paso del tiempo endeble, el desorden, las colillas en la ventana, los tatuajes de las paredes con tinta de limón, la piel marcada, el enfado, los domingos por la tarde, el ruido de la palomitera y sus cenizas esparcidas por todas las ruinas de aquel edén. Jamás ninguna palabra habla de ella y, sin embargo, todos los silencios lo hacen.
Ahí se palpaba a Eva: raquítica, borrosa, inmortal. Y yo la encontraba cada día.  En sitios en los que me molestaba mucho: en mi ropa más bonita, en las flores de mi pelo, en la risa contagiosa y  hasta en el logotipo del puto iPhone; pero su ubicuidad también me la presentó en los discursos mejorados, en los tratados de paz, en las divinas rectificaciones y en el pecado que nos salvó.

Eva existe en la circunferencia de mi moflete y en mis ojos verdes y en mis ojos rojos, y aún así sobrevivirá a mí. Se quedará cuando yo me vaya -en los muebles, en los víveres, en las próximas guerras- y será el mayor motivo de mi partida así como también el mejor trozo. Cuando me aleje veré su bandera en la cima de mi derrota, su sonrisa absoluta, serena, triunfante, y residirá para siempre, incorpórea y quisquillosa, por los siglos de los siglos, en todos los rezos de él.

Y no puedo luchar contra eso. Ni quiero. Ni evitaré la mirada cómplice cuando la observe ganar.

Eva es la primera mujer y la dadora de vida. Y la hija de puta se hizo costilla.