jueves, 12 de noviembre de 2015

Te odio.

No te odio porque tropezaras con el jarrón chino exclusivo que iba a regalar a mi madre, ni por las malas caras de la tuya cuando me invitabas a vuestras celebraciones en familia.

No te odio porque nunca supieras defenderme de los abusones del colegio, ni porque te comieras siempre todo mi pan bimbo.

No te odio porque no me compraras Piononos cuando fuiste a Granada, ni que sí chucherías en mi cara a Carmen Marina el día de mi cumpleaños.

No te odio por el frío que pasé en la calle cuando no apareciste la mañana en que me diagnosticaron TOC y casi me muero.

No te odio por olvidar que habíamos quedado en Venecia a las tres menos cuarto.
No te odio por dejarme sola.

Tampoco te odio por los buenos ratos que luego no dejaron ni un post it de despedida, ni por hacerme tragar todas las pelis de Star Wars, ni por secarte sin preguntas las lágrimas de aquella tristeza que nunca pudiste explicar.

No te odio por tu forma tan tramposa de mirar la vida y verlo todo. Y tampoco te odio por ir tirando migas de lucecitas por el camino para no perderme tu risa.

No te odio por quedarme despierta componiéndote nanas.

No te odio por no traerte paraguas una noche en la que me arranqué cien pestañas para que no te mojara la lluvia. No. No te odio por haber sido siempre mi mayor deseo (ni tampoco por las veces en las que, yo, te la soplaba).

No te odio por esta certeza de preferir para siempre tu abrazo a la justicia.

Ni te odio porque no miento si juro que ojalá te caiga un meteorito ardiendo en el pecho; ni porque sé que, en el último momento, yo me lanzaría a salvarte aunque me costara la vida.
Cuando ni siquiera te odio por la vida que me costó.


Te odio porque una tarde enfrente de tu casa me rasgué las vísceras con las uñas y lloré cinco años seguidos.
Y, para cuando saliste --agarrado del brazo de Amnesia, radiante por reflejarte en mi llanto, maldiciendo mi nombre hablando de otra-- a mí, que sollozaba ya sangre, me miraste fijamente a los ojos.
Luego, te acercaste a la carretera y yo me levanté de repente.
Entonces tú, titubeante, alzaste la mano.
E, impasible y serio, paraste ese taxi.



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