jueves, 10 de diciembre de 2015

Por qué nunca seré escritora.

El lenguaje es la materialización cognoscitiva del mundo. Todo es palabra. Leer a los grandes literatos es como escuchar voces filtradoras de la humedad de las paredes interiores de las cosas: no sólo las vislumbran con pasmosa nitidez, sino que son capaces de transcribirlas con rigurosa exactitud. Sin embargo, esos escritores a los que ahora leo y releo, desempolvando superficies, me recuerdan mi Imposibilidad. Yo no sé deletrear mi desorden, ¿por qué tengo la necesidad de pronunciarlo? Alguna vez conseguí visualizar colores, pero no entender la forma de éstos. Jamás he eliminado la letra pequeña de ninguna de mis defensas, juicios, súplicas, detracciones, apologías ni pueriles cartas. Y aún, hoy, más de veinte años después, sigue doliéndome impunemente. Nunca he sido capaz de contar nada.

No fui capaz de destapar un diccionario y tragarme la insania para decir: sí, era esto; ni de llorar ácido cuando aquello, y fue corrosivo. No conseguí al abrir la boca enseñar la injusticia en mi garganta, ni defender la distopía con mis exiguas peroratas.
Cómo convertir mi llanto en cuento, cómo salir de aquí o entreabrir una rendija. Cómo transgredir de mí. Cómo contar lo que estuvo, lo que se fue, lo que quedó. Cómo atravesar mi cuerpo diminuto y presentaros a Dalila o a esa niña insoportable que pasa todo el viaje preguntando cuánto falta para llegar, cada cinco minutos.

Soy demasiado bruta para edificar, demasiado torpe para bailar, demasiado ciega para pintar todas las luces que soñó Laura... Sólo en el discurso me construyo y legitimo, y es, también, en el discurso de otros, donde pierdo identidad y me diagnostico mediocre, incluso en el de las niñas que detesto, bordadoras de cutres lunas rubiáceas que tampoco soy capaz de desbordar.
Estoy llena de raíces rotas, de elucubración vacua, de por qués incorpóreos.
No me estudiarán en los colegios, ni donaré mis poemas a la ciencia. No emocionaré a una chica en Barcelona, ni sentiré el orgullo de mi madre.
Y, sin embargo, me haré una bolita en la cama y lloraré a Pizarnik, reiré al Principito, depositaré en Borges la comprensión que me hubiese gustado recibir de otros. Me preguntaré por qué entiendo un idioma que no hablo. Sucumbiré, con radiactiva decepción, a la inefable necesidad de transferirme, y seguiré escribiendo, con más hambre que éxito... A sabiendas de que algunos, pocos, hallaron su victoria en el discurso, porque el lenguaje no es insuficiente, pero yo sí.

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