martes, 26 de enero de 2016

T.O.C.

He estado dedicando 45 horas diarias al cursillo de creatividad que me pagaste y aún no he tenido ni una buena idea.
He pedido las cosas por favor, y las he obtenido con gracia. Y silencio.
He lavado los platos de mis hermanos el día que les invité a comer mis primeras lentejas asquerosas que hice tal y como pusiste en el poemario.
Estuve ahí, te lo prometo. Esperé cuando buscaba ser esperada, perdoné cuando quise ser perdonada y pedí perdón cuando necesité una disculpa.
Hice las cosas tan bien que, cuando no las hice, intenté solucionarlas. Tan tan bien que, cuando no las solucioné, una herida se me tatuó en el cuerpo.
Coloqué pequeñas sorpresas debajo de la almohada a los 32. Y muchos más fueron los dientes de leche que di a mi ratoncillo Pérez, quien jamás supo que aquello era un regalo.
Me regalé y quisieron el tique de vuelta. Devolví, flojito y sin salirme del váter. Nunca me dejo la taza subida. Ni bajo la copa cuando no quiero brindar.
Escuché miles de tonterías, la locura de las niñas bien, sonreí ante el orgullo de algo que me pareció perfumado y abominable.
No puse el voto ni los ojos en blanco cuando vi que autodeterminación era una mala palabra. Nunca quise independizarme y supe, discreta, mi legítimo derecho a hacerlo.
Me repito, con premura y diligencia, la lección del Carpe Díem y mido exhaustivamente mis palabras a reglazos. Estudio muchísimo y todavía no he aprendido a decir no.
He asentido con la cabeza alta, gacha, de lado, llena de pájaros en jaulas de metralla. He asentido y asiento aún cuando estoy sintiéndolo mucho. He soportado casi cualquier cosa. Y me he largado cuando no me soportaban ya.
He sido transgresora pero femenina; inteligente pero cómoda; rebelde pero comedida; persona pero mujer. He confeccionado mi profunda abnegación con la constancia de Penélope. No bordo bien mi papel porque la celulosa se rompe.
Me arreglo todos los días.
Corrijo mis curvas con recatada lencería y mi piel esquizofrénica. Apuesto por el negro y sigo perdiendo la mayoría de las veces.
Sigo perdiéndome, la mayoría de las veces, por el buen camino en el que la felicidad son miguitas de pan que educamente siempre ofrezco a los demás primero.
Sé que no llegaré a nada en la vida y aún así todavía no me he dado la vuelta.
Y aún así todavía vuelvo, puntual y doméstica, a la desarticulación del desorden y a la cama limpita, cada domingo, quince minutos después de llorar.

Entonces por qué.
Si deshice el daño, si consigo todo lo que quieren, si esquivo a los fantasmas del pasado, si no asusto con preguntas al futuro. Por qué.
Si reduzco al infinito el chocolate, si pulverizo lima en el ambiente, si tomo bífudus activo. Por qué.
Si cumplo las reglas, si otorgo el beneficio de la duda, si me encomiendo a San Judas Tadeo, si abro la ventana cada día. Por qué.
Si puedo querer con cada poro de mi alma a alguien que se marchará y no será mentira, si defiendo el amor aunque vaya en mi contra, si no confundo deformación con olvido, si olvido, si olvido, si olvido...
Por qué estoy tan triste, mamá, si yo he hecho todo lo que me dijiste.

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