jueves, 29 de diciembre de 2016

Carta cerrada al 2016.

Querido 2016:

Nos conocimos un viernes. Aquel día cené ibuprofeno y pizza, porque Bellotita estaba conmigo cuando llegaste. Luego se fue y regresó en abril y luego en agosto... y ya no sé si va a volver pronto o nunca. Ojalá que nunca, ¿sabes? Como comprenderás, yo no la echo de menos pero le puse nombre y una mantita encima cuando se quedaba sopa viendo la tele porque sé que ella tampoco tuvo la culpa.

Me recuerdas mucho a los libros de aventuras que nunca leí de niña. Tal y como imagino esos escenarios verdes, esas tramas grandilocuentes pero sencillas o lo que arranca del narrador el adjetivo feligrés. También por ese imparable suceder de personajes que vienen a darte la llave de la siguiente puerta y se van, los Pequeños Watsons, lo elemental... Y los giros rocambolescos o los predecibles pero rotundos o incluso los tan sutiles de esa preciosa y encorsetada bailarina que está condenada a dar vueltas y vueltas al mismo eje pero depende de quién la mire puede hacerlo hacia un lado u otro.

Ahora veo pasar en mi memoria, como una estampida de bestias de colores, las mil hazañas en las que me metiste. Como la del banco del parque mullidito o la de la gymkana que me preparaste por Madrid con mi amiga La Pato. O aquella en la que me escondiste un aleph en un burrito del curry. Qué hijoputi, casi me lo trago. O la de reencontrarme con mi madre en la fiebre, escondida, justo ahí: entre el uso del ajo a modo de chicle antibiótico y el relativizar.

¿Y te acuerdas del viaje a Panamá? 500 horas de coche para llegar a un pueblo de Cuenca. Si te digo la verdad, en aquel momento pensé "Qué cutre, dios". Pero qué bonita me pareció, al regresar, mi cocina de la postguerra mientras me engañipaba sola toda una lata de Pringles.

Aunque si tuviera que elegir un momento, casi que me quedo con en el que descubrí que todas las personas a las que perdí y me quedaron cosas por decirle sintieron que también les quedaron cosas por decirme a mí. Y, aunque no sé si alguna vez nos las diremos (y eso me parezca más triste que La Luz de McEnroe), tus cantinelas naranjas a mediatarde me convencieron de que quizá hasta era lo mejor. A veces tienes tanto que contarle a alguien que decírselo todo sería reconocer que nada era tan importante.

Voy a guardar la cucharilla del helao en el que me di cuenta de que me gustabas de verdad, y también el ingrediente secreto que extrajimos de X y que bien supimos que algún día construiría el motor que hiciera factible, al fin, la máquina del tiempo. Quién sabe si en algún momento lo sintetizo y lo enlaboratomizo y nos volvemos a ver. De momento, yo ya me he puesto las bragas rojas para el siguiente que venga. La vida sigue, ¿no? Y mira que repite eso la gente como un mantra, pero tuviste que venir a enseñármelo tú.

Había estado tan triste que el día que hicimos la trastailla de meter la mano en el majestuoso reloj de cuerda, que era un simple reliquiario en la salita de estar, para hacerlo funcionar de nuevo, me reí más que en toda mi puta vida.

Gracias por el joyero feo que me regalaste. Lo abrí tarde aunque te pusiera cara de qué guay, porque coño... qué mierda era esa. Pero sólo tú podías programarle dentro la canción de Un buen día seguida de la de Gitana del Manzanita y que sonaran como si hubiesen ido juntas siempre. ¡Ah! Y ya he pillado el truco de la bailarina. Tenías razón: sólo había que fijarse bien para verla cambiar de dirección. Ya la veo moverse hacia adelante.





martes, 27 de diciembre de 2016

Un buen día.

He estado pensando que me gustaría volver atrás
sólo cinco minutos

a la navidad en la que mi madre me tuvo estudiando matemáticas
para contarme por qué me costaba tanto resolver problemas
que no era culpa mía, que simplemente me faltaban datos.

a casa de Lola el último día que la pisaría 
para preguntarle qué detergente de la ropa usaba
y prohibirlo terminantemente en mi lista de requisitos para abrazarme.

al cuento de caperucita
para decirle al lobo: algún día tendré la boca más grande que tú
y pegar una carcajada que ahuyente hasta al puto leñador de los cojones.

a la cerveza que extrajo de mí una vulnerabilidad elegida
para acordarme de a qué saben las cosas a las que no les preguntas nada.

a la oportunidad a la que renuncié por algo que no lo mereció luego
para volver a renunciar a ella.

a la última vez que pude hablar con una persona importante
para no decir absolutamente nada.

a las discusiones estúpidas con gente estúpida
que cree que hay quien no sabe de la vida
como si hubiera que saber algo.

a los ojos de todas aquellas chicas
porque ya no tengo miedo.

al otro lado del otro lado del espejo
porque ya no tengo miedo.

a aquel despacho inmenso en el que me señalaron con el dedo
para darme cuenta de que no era un despacho inmenso.

a una canción de los noventa 
para sentirme como en casa.

a una canción de la primavera pasada
para sentirme como en casa.

Volver atrás

sólo cinco minutos

a releer todas esas cartas que ahora duermen al fondo del cajón
de a los que se las escribí
y entender por fin 
por qué
yo.

sólo cinco minutos

a esa mañana de diciembre, a esta misma habitación
una completamente distinta
pera encontrarme aquí
resolviendo a blandas penas
cuestiones algebraicas y mayéuticas
para ir corriendo y gritarme:
Irene, ya he encontrado el mínimo común múltiplo

y no pienso chivártelo.

viernes, 16 de diciembre de 2016

La vía láctea como pinchazo perenne en el pecho.

Cualquiera que haga un poco de zoom en la Cultura Universal, puede ver que para el mundo -el mundo entero- las mujeres nos dividimos básicamente en dos grandes grupos: las madres y las hijas de puta. Algunos hombres te violarán porque eres una hija de puta; otros, no lo harán porque tienen madre (y quien dice madre dice hermana, novia o incluso progenie: cualquier categoría femenina cuyo significado se construya en base a un posesivo).
Porque ampliando un poco más, fácilmente se observa que los hombres no quieren a las mujeres. No, no las quieren. Y esto no es ni un mantra feminazi ni pura literatura: es una de las Mayores Verdades del Universo. Y para quien no me crea dejo aquí las palabras del Señor Houllebecq, por supuesto mucho más válidas que las mías.




Dios es un hombre. Esto lo sé desde siempre: de pequeña, por lo de la barba y la túnica blanca; al crecer, por las veces que ya he visto llorar a las niñas malas.

Svetlana Savitskaya fue la primera mujer en pisar la galaxia, aunque fue Valentina Tereshkova la primera mujer en el espacio. Así lo reconoce la Historia y no en balde: Tereshkova fue pionera en meterse en un cohete y ser lanzada fuera del globo. Hoy ya son en total 525 personas las que han despegado de la órbita terrestre, 56 de ellas mujeres. Esto significa que aproximadamente 3'5 mil millones de hombres han salido al espacio exterior. El manspreading es sólo un síntoma.

Lilith fue la primera mujer en pisar la Tierra; aunque popularmente este título pertenece a Eva. Lilith surgió del mismo polvo que Adán y fue condenada a la Nada por saberse una igual. No lo era. La Biblia la olvida y no en balde: a qué alma femenina se le hubiese ocurrido alzar los brazos antes de que la Venus de Gillete existiera.

Realmente Eva fue la primera mujer porque mujer es no ser nunca la primera.

Veréis, hay dos tipos de mujeres en el mundo: las que se sintieron fuera de onda y las que estaban encerradas en una costilla; las que soñaron con pisar la luna y las que cantaron nanas en su nombre para que alguien durmiera; las Tereshkovas y las Evas; las rubias y las morenas, las Unas y las Otras; los ángeles de Charlie y los de Victoria; las que parecen diosas y las que también se odian; las malas y las buenas; las curiosas y las buenas; las irreverentes y las buenas; las felices y las malas.Y sin embargo, todas somos la misma.

Cualquiera que se pare a mirar dentro de la idiosincrasia humana, verá que aproximadamente 3'5 mil millones de mujeres no han conseguido jamás salir de sí mismas, que Valentina Tereshkova era atea y Eva una hija de la gran fruta; e incluso, si se fija con atención primaria, hasta cuánto ha llorado su madre.

Lo cierto es que algún momento de nuestra vida todas nos hubiésemos muerto por ser CHICAS E S P A C I A L E S.

Pero al cielo sólo van las santas.

O, en cualquier caso, quien Dios quiera.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Balance -técnico, mecánico, en formato excel- de año.

Enero es el país de las maravillas
pero yo no me llamo Alicia.

Febrero es un monstruo tremendo
que habita en una cueva oscura, y a veces oigo
tiritar.

Marzo es el lugar donde guarecen las guaridas
el sitio donde van a acabar las guerras
el porche de un búnker
el patio de mi casa.

Abril es la abeja maya, pienso ahora, porque la vi revolotear
el bichito de luz, la rayuela, el libro impaciente que
espera en la mesilla, pospuesto en aras de
un ejército de tardes en las que se me fue
el Santo al Cielo
(o el arroz con leche de mi abuela
por el caminillo viejo)
la risa ciclópea que, aunque parece imposible, no es imposible
olvidar.

Mayo es la sustancia idéntica entre la amnesia y la flor
un domingo en el que reabrí el cajón de las cartas
para guardar una nueva.

Junio es siempre la fiesta de lo que has sido.
(y aunque ya no lo seas, estar bien).

Julio es una llama incandescente.
(y yo no quiero cogerle el teléfono).

Agosto es una madre enseñando el idioma
e inmadurar es no querer hablar con nadie
y al crecer, distinguir de los octavos meses una tristeza parca
diagnosticada demasiado tarde, cuando ya has visto
que el tiempo ni vuela ni se suspende en el aire
sino que pende de un hilo
sólo percibido al trasluz
azul de los quirófanos.

Septiembre es despertar de un sueño enfermo
el nada de esto ha sido real, y sin embargo.
Una copla
por la vida de mi padre.
Una canción
de Mecano trasnochada
que hoy ya sí quiere levantarse
y echar a andar.

Octubre es marrón, como el chico que me gusta
y eso no es malo.

Noviembre es terciopelo en la boca que dice:
áspero y suave son lo mismo en cualquier lengua.

Diciembre es un final que nunca reconocerías como eso
-un final-
volver a mantener la conversación con la voz de niña
que repite, lorito rubio, todo lo que seguimos
teniendo en común:
el tacto del jersey rojo
el naranja todavía arde indistinto a la canela
mis palmeras favoritas nunca fueron de chocolate.